jueves, 27 de febrero de 2014

El Paraíso en la otra esquina…

Muchas veces en este blog -que ya siento como propio después de unas cuantas colaboraciones- me han oído hablar vds. de los sinsabores de la actividad médica, de mis ángeles hospitalarios y de un puñado de amigos que me hacían sobrellevar mejor la rutina del día a día.

Bueno pues hoy quería contarles algo que aún no les he contado: qué trucos tenía para desconectar de la rutina y de la presión laboral que a veces llegaba a hastiar. La respuesta era muy sencilla: cortar contacto con el mundo, levar anclas y marcharme a mi paraíso particular, situado en un pequeño pueblo a las orillas de un Mar Cantábrico que se apoderó de mí cuando era niño para no abandonarme jamás. Allí, en medio de un reducto idílico y aislado que luchaba por no morir ahogado en medio de un desarrollo urbanístico desmesurado se encontraba mi hogar “emocional”: nada me hacía más feliz que ponerme el chubasquero y llevar a Mora, mi preciosa pastora belga a dar un paseo junto a mi tío-padrino-padre por la costa y los castros mientras llovía; nada era comparable al placer de poder tumbarte al sol en la toalla al lado de tus amigos mientras hacías acopio de valor para zambullirte en el agua deliciosamente helada, después de una partida de palas con revolcones por la arena incluidos…

Poder correr libremente en medio de praos llenos de árboles mientras buscabas un sitio con los amigos para jugar (en mi caso eso era decir mucho, porque yo era malo a rabiar) al beisbol o al balón era incomparable, igual que cuando juntabas a la panda de gente que venían de un montón de lugares, incluso de allende los mares. Pocas cosas me hacían disfrutar más que aquellos momentos a las dos o tres de la madrugada donde cuatro jóvenes adolescentes se prometían amistad eterna mientras estampaban su juramento en los separadores de las carpetas para recordarnos que había que hacer lo que fuera para poder volver al verano siguiente al paraíso…para oler el aroma de la hierba mojada o recién cortada mientras el viento soplaba, para ver que Mara seguía en su balcón o que las albóndigas de Fer seguían sabiendo igual, para ver que el viejo monasterio al lado de la playa seguía allí, un poco más derruido pero resistiendo, siendo parte de todos nosotros…formar pandillas de taitantos chavales y chavalas con unas diferencias de edad muy notables sobre el papel, pero nimias en lo afectivo. 

En suma, que efectivamente, Los Paraísos estaban en la otra esquina, con nombres y apellidos: Pablo, Jesús, Iván, Susana, Rafa, Maribel, Laura, Emi, Mara, David, otros tres Ivanes (teníamos que poner motes de tantos que había), Conchi, Kristin, Vera, Angelín, Marta…y otros muchos más que no puedo poner aquí porque la lista sería infinita. Ellos ayudaron a hacerme entender que hay familias que no necesitan estar unidas por sangre, sino con simple afecto…sirvieron de estímulo para que este humilde aprendiz de doctor (creo que no dejaré de serlo nunca) llegara hasta donde llegara, así que el mérito (familia aparte, claro está) es tanto de ellos como mío. Por eso espero que, con los años venideros, pueda empapar a mi hija Ana de ese espíritu que yo pude recibir, y pasear juntos por los mismos caminos que recorrí de pequeño tan feliz…en el Paraíso de “un puebliquín de Asturies, que el Mar Cantábricu baña…”. 

Muchas gracias chicos: por todo.

Dr. Ángel Fernández

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