jueves, 27 de diciembre de 2012

La mujer que vino del frío


Como la famosa novela de espías, la Dra. T. apareció en mi vida durante mi estancia en el crudo invierno de 2002. Eran años duros, de jornadas inacabables de trabajo, empalmando salidas de guardia con jornadas de trabajo ordinarias, intercaladas con los cursos de Doctorado y las sesiones clínicas que, un día sí y otro también teníamos que presentar si no queríamos recibir la reprimenda consiguiente. En definitiva, años intensos, pero no por ello menos felices, de tal modo que muchas veces uno no puede evitar sonreír cuando echa la vista atrás…

Como les decía, la Dra. T. apareció como salida de la nada un buen día en nuestro despacho. Venía a hacer una rotación por nuestro Hospital, pero como buena extranjera, no hablaba ni pizca de castellano, así que necesitaban a alguien que dominara el inglés con cierta soltura. Como quiera que un servidor tiene como suya propia la lengua de Shakespeare, no tardaron en adjudicarme a la citada doctora más de treinta segundos. Reconozco que al principio me molestó bastante, no por nada en especial, sino porque consideraba que mal iba yo en aquel momento a enseñar a nadie cuando me encontraba en pleno proceso de aprendizaje…pero todas las dudas se despejaron cuando entró por la puerta: entró una chavalina de esas a las que deberían poner un cartel de “sé que soy guapa, pero si me miras tanto me desgastas”, con una amplia sonrisa. Además, demostró en los días siguientes una prudencia, un saber estar y unas ganas de aprender que acabaron por rendirme; a los pocos días, los pases de visita y las sesiones conjuntas eran una costumbre habitual. Tanta fue la complicidad, que muchos compañeros me animaban a cambiar mi estado civil de libre y sin compromiso por el de “ocupado”, pero por aquel entonces mi cabeza no estaba para aquellos menesteres: prefería disfrutar de una amiga, sin más.

Un día, cuando la rotación de la Dra. T. estaba a punto de finalizar, entré en el despacho del ala Norte donde teníamos a los pacientes hospitalizados: allí estaba, con el rostro oculto entre las manos, llorando. Cuando me acerqué a preguntarle qué sucedía, me contestó con una mezcla de inglés y de su lengua natal, hablada a tal velocidad que apenas podía entenderla…tras un rato, logré que se tranquilizara y me explicó: había tenido un mal día porque no entendía el libro en castellano de Urología, y cuando ya estaba a punto de rendirse, alguien, sin percatarse de que estaba estudiando allá dentro, apagó las luces y cerró la puerta. Como vió en mi rostro la expresión de “no entiendo nada” me contó que, cuando era pequeña, su padre llegaba a altas horas de la noche borracho y con la luz apagada, la sacaba de la cama e intentó, en más de una ocasión tirarla por la ventana…por eso era incapaz de permanecer en cualquier habitación con la luz apagada, incluso cuando dormía…

Pasaron los días, y la rotación llegó a su fin: mi amiga tenía que volver a su país y yo ese día estaba de guardia: vino a verme, a despedirse y a decirme que la próxima vez en su país. Le dí un abrazo antes de que se perdiera en medio de la oscuridad de la noche castellana, mientras bajaba por la rampa del Hospital…años después, logré ir a su país, pero no pudimos encontrarnos, aunque sé que está bien y que es feliz. Por eso, hoy les cuento esta historia, para explicarles que las reacciones de una persona no deben juzgarse sin conocer su biografía, para decirles que lo que hagamos con un niño marca el resto de su vida, y sobre todo especialmente, para decirle a mi amiga perdida lo mucho que me gustaría comprobar que, cuando duerme, la luz está apagada. Además de decirle lo muchísimo que la echo de menos. 



Dr. Ángel Fernández Díaz