jueves, 11 de septiembre de 2014

Lo que nos queda por saber


Lo admito, estoy preocupado…¿por qué?, dirán algunos. La respuesta es muy simple: cada vez soy más consciente de que lo que llamamos ciencia o conocimiento es una isla en medio de un mar de ignorancia, o una luz guía en un mar de oscuridad. Por suerte, la avalancha de descubrimientos científicos que hemos experimentado en los últimos decenios ha permitido paliar o subsanar dolencias y enfermedades hasta hace poco incurables (sirva de ejemplo la Penicilina para las infecciones bacterianas o el tratamiento de la tuberculosis). Enfermedades que inicialmente eran mortales (como la infección por el VIH) ahora se han vuelto procesos crónicos que otorgan más cantidad y calidad de vida a los pacientes.

Sin embargo, en este mundo nuestro que –cada día más- se mueve a velocidad de vértigo hay cada vez más factores que influyen en la salud –y por tanto también en la enfermedad- de la población. Si pensamos que en nuestro mundo moderno hay cada vez más factores tóxicos (entendiendo no solo los vertidos de humos, combustibles fósiles y plásticos sino también las ondas electromagnéticas de todos nuestros aparatitos inteligentes), gente con mayor esperanza de vida y una mayor movilidad de las poblaciones gracias a los medios de transporte cada vez más eficaces, veloces y modernos, entenderemos que el panorama que se nos presenta es completamente diferente al que teníamos décadas atrás.

Para que me entiendan, hasta hace unos cien años la esperanza de vida rozaba los 67 años, con lo cual muchas de las patologías que ahora vemos en gran parte de nuestra población mayor de 65 años era una rareza: los casos de Alzheimer eran muy poco frecuentes, igual que los cuadros relacionados con el Parkinson o las demencias en general, lo cual nos lleva a pensar si simplemente se trataba de una mera cuestión de edad (si no envejeces no puedes desarrollar la enfermedad) o si más bien había factores ambientales de por medio (si vives muchos años puedes estar en contacto con tóxicos o sustancias que provocarían la enfermedad o predispondrían a que la padecieras). Hasta hace nada, era excepcional que se vieran en Europa casos de enfermedades tropicales o que un paciente en EEUU desarrollara una Brucelosis (o fiebre de Malta, como prefieran), la cual podría ser no diagnosticada correctamente ya que muchos de los facultativos americanos jamás verían un caso en su vida profesional.

Con todo esto, ¿Qué es lo que quiero decir?, simplemente que, como rezaba un viejo aforismo que colgaba en una de las puertas de la Facultad “solo se diagnostica aquello que se conoce”, y a día de hoy, nos faltan muchas cosas por saber: qué demonios causa la Fibromialgia, si la Enfermedad de Parkinson puede dispararse a partir de la ingestión de sustancias tóxicas por vía intestinal, si los niveles elevados de determinados metales en el organismo (mercurio por ejemplo) tienen consecuencias y de qué tipo, por qué demonios se acumulan en la Enfermedad de Alzheimer esas proteínas que machacan nuestro cerebro o tenemos un cerebro hiperexcitable que nos provoca la migraña…todo eso aún está por descubrir, creándonos inseguridad.

¿Qué podemos hacer entonces?. Primero, seguir los resultados y las evidencias de los grupos de trabajo que se dedican a estos menesteres, para después fomentar un trabajo en red a fin de obtener información que nos permita abordar todos estos problemas desde un punto de vista práctico; finalmente, sacar tiempo para explicar de modo razonado y de un modo comprensible al paciente lo que sucede, lo que sabemos y lo que no, aunque en ocasiones admitir que no conocemos el motivo pueda ser causa de cierto reparo, pero de eso hablaremos otro día…

Dr. Ángel Fernández
Neurólogo en Hospital de la Reina

jueves, 27 de febrero de 2014

El Paraíso en la otra esquina…

Muchas veces en este blog -que ya siento como propio después de unas cuantas colaboraciones- me han oído hablar vds. de los sinsabores de la actividad médica, de mis ángeles hospitalarios y de un puñado de amigos que me hacían sobrellevar mejor la rutina del día a día.

Bueno pues hoy quería contarles algo que aún no les he contado: qué trucos tenía para desconectar de la rutina y de la presión laboral que a veces llegaba a hastiar. La respuesta era muy sencilla: cortar contacto con el mundo, levar anclas y marcharme a mi paraíso particular, situado en un pequeño pueblo a las orillas de un Mar Cantábrico que se apoderó de mí cuando era niño para no abandonarme jamás. Allí, en medio de un reducto idílico y aislado que luchaba por no morir ahogado en medio de un desarrollo urbanístico desmesurado se encontraba mi hogar “emocional”: nada me hacía más feliz que ponerme el chubasquero y llevar a Mora, mi preciosa pastora belga a dar un paseo junto a mi tío-padrino-padre por la costa y los castros mientras llovía; nada era comparable al placer de poder tumbarte al sol en la toalla al lado de tus amigos mientras hacías acopio de valor para zambullirte en el agua deliciosamente helada, después de una partida de palas con revolcones por la arena incluidos…

Poder correr libremente en medio de praos llenos de árboles mientras buscabas un sitio con los amigos para jugar (en mi caso eso era decir mucho, porque yo era malo a rabiar) al beisbol o al balón era incomparable, igual que cuando juntabas a la panda de gente que venían de un montón de lugares, incluso de allende los mares. Pocas cosas me hacían disfrutar más que aquellos momentos a las dos o tres de la madrugada donde cuatro jóvenes adolescentes se prometían amistad eterna mientras estampaban su juramento en los separadores de las carpetas para recordarnos que había que hacer lo que fuera para poder volver al verano siguiente al paraíso…para oler el aroma de la hierba mojada o recién cortada mientras el viento soplaba, para ver que Mara seguía en su balcón o que las albóndigas de Fer seguían sabiendo igual, para ver que el viejo monasterio al lado de la playa seguía allí, un poco más derruido pero resistiendo, siendo parte de todos nosotros…formar pandillas de taitantos chavales y chavalas con unas diferencias de edad muy notables sobre el papel, pero nimias en lo afectivo. 

En suma, que efectivamente, Los Paraísos estaban en la otra esquina, con nombres y apellidos: Pablo, Jesús, Iván, Susana, Rafa, Maribel, Laura, Emi, Mara, David, otros tres Ivanes (teníamos que poner motes de tantos que había), Conchi, Kristin, Vera, Angelín, Marta…y otros muchos más que no puedo poner aquí porque la lista sería infinita. Ellos ayudaron a hacerme entender que hay familias que no necesitan estar unidas por sangre, sino con simple afecto…sirvieron de estímulo para que este humilde aprendiz de doctor (creo que no dejaré de serlo nunca) llegara hasta donde llegara, así que el mérito (familia aparte, claro está) es tanto de ellos como mío. Por eso espero que, con los años venideros, pueda empapar a mi hija Ana de ese espíritu que yo pude recibir, y pasear juntos por los mismos caminos que recorrí de pequeño tan feliz…en el Paraíso de “un puebliquín de Asturies, que el Mar Cantábricu baña…”. 

Muchas gracias chicos: por todo.

Dr. Ángel Fernández