Seguro que ustedes
también tienen un lugar, un momento de su vida a donde volver cuando están
cansados, han tenido un mal día o simplemente, necesitan sonreír por dos
segundos siquiera.
A un servidor de ustedes eso le sucede en las noches de
guardia, cuando andas bailando por las plantas a las tantas de la mañana:
cuando acabo el aviso, me siento delante de una de las grandes ventanas
acristaladas del Hospital con una taza de chocolate caliente en la mano, mientras
miro el cielo y las estrellas ( si las hay).
Entonces, echo la vista atrás y me
veo con casi diez años menos, un poco más de pelo, muchísimo más inocente y con
un montón de ilusiones en el morral. Y me veo tomando otra taza de chocolate a
altas horas de la noche con mi compañera inseparable de guardias, comentando
las anécdotas de la jornada, medio somnoliento, mientras veo una vez más esa sonrisa
perenne en su rostro brotar, aliviando fatigas y dolores. Ana es la calma en
medio de la tempestad, el puerto seguro en medio de la galerna, la Rosa del
desierto que florece (nadie sabe bien cómo) en medio de arena yerma y dunas…Ana
siempre te hace levantarte, está presente aunque no la veas y ahuyenta la
oscuridad. Ella provoca la misma sensación que un amanecer en la sabana
africana cuando el Sol se alza, llevándose la oscuridad y los miedos que
encierra.
Pensar en ella cuando la tormenta arrecia es como mirar un cielo
estrellado en una noche de verano desde el tejado de tu casa mientras suena tu
canción favorita…y lo sé por experiencia: tuve el placer de conocerla hace
veinte años, y de tratarla en los últimos trece, especialmente en los primeros
años duros de Residencia, cuando los sinsabores de la inexperiencia jugaban
malas pasadas y los momentos de descanso y diversión eran deliciosos si ella
estaba cerca…
En fin, que ese es
mi Camelot particular.
Quería contárselo para que vean que, hasta de los
recuerdos se pueden sacar fuerza, y que somos el resultado de las alegrías,
tristezas y esperanzas de un montón de gente que nos ha acompañado en el
camino, a la cual no podemos fallar: los míos son Nacho, Rafa, Arancha, Jesús,
Iván, Pablo, Mara, Rosa, Sergio, Beatriz, Begoña, Timena, Katia y un largo
ectétera que incluye hijos, cónyuges y familia. Todos ellos han reído y llorado
con nosotros, por lo que debemos intentar honrar su memoria haciendo lo único
que podemos hacer: seguir adelante, a pesar del viento del desierto. Se lo
debemos, nos lo debemos…por eso les cuento hoy esta historia. Bueno, y también
para decirle a Ana lo mucho que la quiero, aunque no se lo dijera lo suficiente
los años que nos veíamos con más asiduidad. Gracias amiga mía y que sigas
siendo muy feliz.
Dr. Ángel Fernández