Como la famosa novela de
espías, la Dra. T. apareció en mi vida durante mi estancia en el crudo invierno
de 2002. Eran años duros, de jornadas inacabables de trabajo, empalmando
salidas de guardia con jornadas de trabajo ordinarias, intercaladas con los cursos
de Doctorado y las sesiones clínicas que, un día sí y otro también teníamos que
presentar si no queríamos recibir la reprimenda consiguiente. En definitiva,
años intensos, pero no por ello menos felices, de tal modo que muchas veces uno
no puede evitar sonreír cuando echa la vista atrás…
Como les decía, la Dra.
T. apareció como salida de la nada un buen día en nuestro despacho. Venía a
hacer una rotación por nuestro Hospital, pero como buena extranjera, no hablaba
ni pizca de castellano, así que necesitaban a alguien que dominara el inglés
con cierta soltura. Como quiera que un servidor tiene como suya propia la
lengua de Shakespeare, no tardaron en adjudicarme a la citada doctora más de
treinta segundos. Reconozco que al principio me molestó bastante, no por nada
en especial, sino porque consideraba que mal iba yo en aquel momento a enseñar
a nadie cuando me encontraba en pleno proceso de aprendizaje…pero todas las dudas se
despejaron cuando entró por la puerta: entró una chavalina de esas a las que
deberían poner un cartel de “sé que soy guapa, pero si me miras tanto me
desgastas”, con una amplia sonrisa. Además, demostró en los días siguientes una
prudencia, un saber estar y unas ganas de aprender que acabaron por rendirme; a
los pocos días, los pases de visita y las sesiones conjuntas eran una costumbre
habitual. Tanta fue la complicidad, que muchos compañeros me animaban a cambiar
mi estado civil de libre y sin compromiso por el de “ocupado”, pero por aquel
entonces mi cabeza no estaba para aquellos menesteres: prefería disfrutar de
una amiga, sin más.
Un día, cuando la
rotación de la Dra. T. estaba a punto de finalizar, entré en el despacho del
ala Norte donde teníamos a los pacientes hospitalizados: allí estaba, con el
rostro oculto entre las manos, llorando. Cuando me acerqué a preguntarle qué
sucedía, me contestó con una mezcla de inglés y de su lengua natal, hablada a
tal velocidad que apenas podía entenderla…tras un rato, logré que se
tranquilizara y me explicó: había tenido un mal día porque no entendía el libro
en castellano de Urología, y cuando ya estaba a punto de rendirse, alguien, sin
percatarse de que estaba estudiando allá dentro, apagó las luces y cerró la
puerta. Como vió en mi rostro la expresión de “no entiendo nada” me contó que,
cuando era pequeña, su padre llegaba a altas horas de la noche borracho y con
la luz apagada, la sacaba de la cama e intentó, en más de una ocasión tirarla
por la ventana…por eso era incapaz de permanecer en cualquier habitación con la
luz apagada, incluso cuando dormía…
Pasaron los días, y la
rotación llegó a su fin: mi amiga tenía que volver a su país y yo ese día
estaba de guardia: vino a verme, a despedirse y a decirme que la próxima vez en
su país. Le dí un abrazo antes de que se perdiera en medio de la oscuridad de la noche castellana, mientras
bajaba por la rampa del Hospital…años después, logré ir a su país, pero no
pudimos encontrarnos, aunque sé que está bien y que es feliz. Por eso, hoy les
cuento esta historia, para explicarles que las reacciones de una persona no
deben juzgarse sin conocer su biografía, para decirles que lo que hagamos con
un niño marca el resto de su vida, y sobre todo especialmente, para decirle a
mi amiga perdida lo mucho que me gustaría comprobar que, cuando duerme, la luz
está apagada. Además de decirle lo muchísimo que la echo de menos.
Dr. Ángel Fernández Díaz
Neurología Hospital de la Reina